Por Juan Disante
Estoy cansado de sacar basura a la calle. Ya son
muchos años. Subir y bajar con bolsas cargadas. Hay que juntar los desechos de
todas las familias del edificio. Hay que atar bien cada bolsa con cuerdas. Hay que bajar al sótano. Hay que subir del
sótano. Siempre igual. Mientras, todos se reúnen en familia. Ensamblados, miran
televisión. Por la noche, no les importa otra cosa. Yo no esperaba esto. Por
las mañanas todos salen a la calle. Para acá y para allá. Sin motivo. Trabajan,
hacen gimnasia, estudian, avanzan, retroceden, se muestran, opinan, pelean, se
divierten. Mi mundo es la cuadra, camino hasta una esquina y vuelvo. Converso
con un colega de enfrente que refacciona su casa, lo voy a ayudar a llenar
enormes bolsas. Escombros. Voy hasta la otra esquina y vuelvo. Siempre vuelvo. Vuelvo a barrer el pasillo, a pasar el lampazo
sobre cada una de las pisadas de los consorcistas y sus rumbos. A escucharlos. A
cuidarlos. Cada noche, con fuertes nudos, nada debe escapar de las bolsas. Hay
que tener fuerza para subirlas. Son pesadas. Muchas veces reviso las cosas que
tiran, las analizo. Las selecciono. La basura contiene objetos de todos los
integrantes que una familia descarta. Envases de cosméticos, maquinitas de
afeitar, flores marchitas, prendas usadas, cartas de amores rotos. Y más que objetos,
emana vapore
s, hálitos del alma, una especial sugestión. ¡Cuánto me posesiona! Sin ninguna duda, la
basura es la prolongación de los cuerpos. Seguramente algunos dirán de mí que
soy perverso, un psicópata. Pero otros dirán que soy buena persona, que soy servicial.
Y voy a decir que sí, que ciertamente soy muy servicial. Dediqué mi vida a
ello. Siempre quise ayudar al prójimo. Alcanzarles herramientas, escaleras,
realizar tareas que ellos no pueden hacer. Pero, siempre quise ser como ellos.
Pensar como ellos. Opinar con sus mismas convicciones. Lo único que no alcanzo
a comprender son los motivos de la gente. ¡Qué ciudad difícil es esta! Extraño
a Tilcara. Y no sé por qué a mis quince años. Cada uno de mis vecinos,
teniéndolo todo, inventan vacíos, vacíos existenciales, vacíos de móviles. Pero,
vivir en una terraza es vivir afuera. Todos viven adentro. Vacíos, pero internados.
Ahora lo entiendo perfectamente. Me gusta pertenecer a los de adentro. Soy una
buena persona. Acá, nada se comprueba, todo se da por hecho. Quiero ser como
todos. Mi mujer está muy enferma y me asusta mirar hacia adelante. La
inseguridad, sólo es la soledad. No quiero verme en la intemperie de una
terraza desolada. A mis años, tengo que decidirme a cambiar. Tengo que producir
un acontecimiento que tome cuerpo y eche a volar. Algo que me demuestre mi propia
integridad. Esto será posible si esa actuación pueda ser desinteresada. Como se
dice hoy: “Que no tenga móviles”. ¡Exactamente eso! Cada paso de mis vecinos no
tiene ningún móvil. Esta vecinita que está abriendo la puerta de calle es mi
símbolo íntimo. No quiero sacar una bolsa más. Ya no tengo móviles. Sólo mi
inocencia.
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